A mi me tocó una parte complicada. Trasladarnos a los cuatro hasta el lugar de la cita, que era la azotea más antigua y emblemática de esa ciudad.
Edificio exótico como ninguno. Rodeado de gárgolas amenazantes y habitado por seres que aparentemente vivían de fiesta.
Cada piso tenía un sello diferente. Algunos llenos de antigüedades ignotas; otros vacíos; otros impenetrables.
Las gentes que vivían allí eran registradas y reconocidas por su ADN ancestral. Los ilustres y esporádicos visitantes lo hacían con un código implantado por sus anfitriones en la yema del anular derecho.
Solo para pocos.
Y nadie, NADIE tenía acceso a la última azotea. El motivo primigenio era que las voladizas terrazas privadas que lo circundaban eran demasiado redondas y completas, demasiado bellas para desear ir más allá... (Ni noción de que allá, en lo más alto, se sellaría cierta historia antigua para dar lugar a… bueno, a otra).
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Dada la imposibilidad de acceder normalmente, puerta, ascensor, escalera, decidí armar mi globo gris y caer justo en el medio. Los deportes aéreos eran mis favoritos desde siempre. La noche lloviznosa ayudó por demás. Ocho minutos exactos de viaje, y, afortunadamente, nadie nos vio llegar, con excepción de los otros cuatro que nos estaban esperando.
Sebastián y Laura corrieron a recibirnos con una sonrisa en sus ojos, porque no tenían más sus bocas. (Todos, a pesar de los siglos, teníamos grabadas en el cuerpo las deudas a pagar).
Nos reconocimos instantáneamente sin conocernos. Nos unía el karma que nos reunía. Y nos quedaba poco tiempo. O una eternidad.
El “pisito” de José Luis dio fácil acceso a los otros para poder subir relativamente tranquilos. Unos por las interminables y oscuras escaleras y otros, como el mismísimo Pepe (acompañado por Sir William) trepados a una siniestra circulación vertical, debido a que no tenían ya sus pies.
Parecía todo coordinado…
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Supimos que eran las Ocho cuando empezó la lluvia. Primero suave y refrescante; luego helada y puntiaguda. Todos sentimos cómo cada gota separaba quirúrgicamente nuestra carne, nuestras células. Y extrañamente vimos suspendidas en el aire todas las luces de la ciudad (y las de varias otras, más tenues, sepultadas debajo).
Paralelamente empezamos a escuchar, en formato de susurro, miles de quejas ridículas… Infinitos parloteos ególatras; gritos ahogados y temerosos. Risas complacientes. Gemidos angustiados y toses compulsivas.
Sentimos a nuestro alrededor ademanes inútiles y torpezas por doquier.
Incontables silencios doloridos sellados en frágiles ceños.
Ritos inútiles hasta el absurdo, colores sin gracia ni actitud; gestos sin intención.
Y mucho, mucho tiempo perdido.
Todo tan claro, tan transparente, que nos estalló desde el hígado una bruma negra que nos pulverizó.
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Una simple pero decidida brisa surgió desde la sima, y mezcló las partículas de lo que solíamos ser haciéndonos ir y venir, en conjunto, como en un baile infinito y delicioso, desintegrando nuestras conciencias hasta hacerlas todas una.
Una que entendió Todo.
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Y la risa nos invadió a los Ocho más allá de los cercenados sentidos.
Y la Ciudad desapareció conjuntamente con todos sus sonidos, o simplemente dejamos de Escuchar.
(… claro… era Eso lo que nos mantenía atrapados en el mundo de los vivos.
Salió nuestro número. Solo teníamos que apostar a pleno para encontrar la Paz).
Tuvimos suerte.
O fuimos elegidos.
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Claudia Medina Castro