miércoles, 5 de noviembre de 2014

STELLA


Stella D’art contaba los hoyos de su media sin pie con bastante atención. Llegaba al número cinco y todo se le volvía amarillo. No podía seguir. Amarillo. Las paredes de su cuarto, su mesita de luz, su luz.
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Todo al amarillo. El espanto hecho color. Indicaba que debía parar.
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Esa indeseada quietud hacía que los músculos internos de Stella se agarrotaran con raros efectos. Algunos no tan raros, como el hipo. Pero otros, hacían que se tire de costado con la necesidad de aflojar la cabeza contra el suelo. El suelo frío.
Su cráneo latía acurrucado entre falanges, dormido sobre vértebras.
Y entonces soñaba.
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Stella soñaba con su base inexistente. Su base. Su pisar en este mundo. Mientras sentía las uñas de sus pies crecer.
En cada despertar, se paraba con dificultad y empezaba la búsqueda frenética del alicate. Alicate salvador, cortador de las uniones con ese mundo infame.
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En ese frenesí solía encontrarse con una tijera, que no resolvía lo de sus uñas pero sin duda le encontraba otros usos. Para el pelo por ejemplo. Un corte agradable para un mundo azul. Azul. Con tonalidades de azules y verdes con toques de rojo claro. Ese rojo que no alude a la sangre, solo intima con atardeceres intensos y frutas salvajes. Con bebidas maduras. Y con ciertos labiales.
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Un día, ése, aquel día, abandonó la tijera y se empezó a maquillar. Tono sobre tono. Rojos y negros. Sin tonos intermedios.
Llegando a las sombras, sintió las uñas chocar contra el porcelanato. Entonces largó todo y se abocó al asunto primordial. El alicate.
No podía ser. Tenía que estar por allí. Empezó a dar vuelta cajas, cajones y baúles. Vació estuches y portacosméticos. Buscó hasta en donde están los versos de los cuadros.
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Su cuello giraba al revés que sus pies. Y, naturalmente, trastabilló. Y mientras caía, volvió el amarillo. Su mundo paró.
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Contó hasta diez, veinte y más. Esta vez todo estaba muy nublado.
Lo único claro eran unas cuantas esferas liliáceas que flotaban, amenazantes, a su alrededor. Algunas explotaban, expandiendo su hedor. Ese hedor que cortaba el respirar.
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Las vio adueñarse de sus pertenencias y de sus desechos desparramados. No podía frenarlas. Le era imposible seguirles un ritmo que no tenían.
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Recordar el alicate fue asombrosamente familiar y salvador a la vez.
De un salto llegó a la repisa del baño. Oh. Siempre estuvo allí.
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Empezó a cortarse las uñas con las esferas rebotándole en la nuca.
Descubrió el agujero número seis de sus medias y el latido en el diafragma volvió.
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Tratando de sacarse las medias, cayó de costado. Era adecuado. Tenía que parar otra vez. Las esferas lilas seguían ahí, rebotando en las ideas, en los miedos y en las caderas, haciéndolas girar y girar. Y todo terminaba en un sueño demasiado sucio.
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Stella despertaba al rato buscando cigarros. Tabaco aliviador. Después de todo, ¿qué estaba haciendo sino vivir el presente, como siempre todos le recomendaban?
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Se asomó al único espejo de ese pasillo interminable y notó varias cuestiones inconclusas. Maquillaje, pelo, medias, uñas. Tenía que poner manos a la obra con el consabido esfuerzo. Y, como si fuera poco, el recuerdo de sus manos ágiles la sumergía en un océano de angustia. Estado que duraba el tiempo que una rata vive su esplendor. Luego fluctuaba entre mundos extraños hasta que tomaba velocidad para continuar.
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Entre temblores, se cambió las medias, recortó sus siempre impecables uñas y se aplicó con cuidado el labial.
Ese rojo claro que la serenaba tanto.
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Acomodó su vestido, se calzó los altísimos stilettos y se sintió mejor.
Gracias a ellos y a sus botas perfectas encontró su manera de caminar en este mundo, lejos de la superficie.
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Ya casi estaba lista. Aunque no recordaba bien para qué.
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Sentada en el inodoro intentó recordar.
Sus manos frías se veían verdosas y rodeadas de las siniestras esferas liliáceas. Trató de sacudírselas, pero seguían ahí.
A pesar de eso, tocó sus pechos buscando calor. No tuvo paz hasta que los sintió latir; hasta que los reconoció enteros y suyos, capaces de alimentar a las miles de almas perdidas que se arrastraban por su vientre plano y suave.
Brindó esa energía sin cuestionarse, como pago a cuenta de exclusivos cursos de milagros.
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Pero las esferas la siguieron rodeando. Se apropiaron de sus surcos y de sus entrañas.
Y un día su corazón explotó. Y junto con él, su cara contra la puerta de hierro.
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A los enfermeros les costó bastante poder ingresar, ya que el peso muerto del cuerpo cortajeado de Stella trababa la única entrada al habitáculo.
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Cuando lo lograron, vieron que ya no quedaba nada entero de ella. Sus órganos estaban desangrándose sobre el cemento gris, volviéndolo negro y viscoso. Y los pocos sectores de piel que le quedaban tenían tajos con pelo y trozos de dientes incrustados.
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El bello pelo de Stella.
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Sus labios hinchados, con capas y capas de rouge, apenas cubrían sus encías rotas.
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Se llamaba Stella D’art. Y ahora sabe que su paso por este mundo le dio vuelo a unas cuantas vidas complejas, que anhelaban azules.
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Y aunque se siente en paz con sus dioses, su mente ingenua sigue pegada a ingenuas ansiedades, típicas de algunas especies.
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Sigue buscando el alicate, con acordes amarillos.
Pero, por ahora, con sus mágicas botas puestas.
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stella
CMC
4.8.14
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