Stella D’art contaba los hoyos de
su media sin pie con bastante atención. Llegaba al número cinco y todo se le volvía
amarillo. No podía seguir. Amarillo. Las paredes de su cuarto, su mesita de
luz, su luz.
.
Todo al amarillo. El espanto hecho
color. Indicaba que debía parar.
.
Esa indeseada quietud hacía que los
músculos internos de Stella se agarrotaran con raros efectos. Algunos no tan
raros, como el hipo. Pero otros, hacían que se tire de costado con la necesidad
de aflojar la cabeza contra el suelo. El suelo frío.
Su cráneo latía acurrucado entre
falanges, dormido sobre vértebras.
Y entonces soñaba.
.
Stella soñaba con su base
inexistente. Su base. Su pisar en este mundo. Mientras sentía las uñas de sus
pies crecer.
En cada despertar, se paraba con
dificultad y empezaba la búsqueda frenética del alicate. Alicate salvador, cortador
de las uniones con ese mundo infame.
.
En ese frenesí solía encontrarse con
una tijera, que no resolvía lo de sus uñas pero sin duda le encontraba otros
usos. Para el pelo por ejemplo. Un corte agradable para un mundo azul. Azul. Con
tonalidades de azules y verdes con toques de rojo claro. Ese rojo que no alude
a la sangre, solo intima con atardeceres intensos y frutas salvajes. Con
bebidas maduras. Y con ciertos labiales.
.
Un día, ése, aquel día, abandonó la
tijera y se empezó a maquillar. Tono sobre tono. Rojos y negros. Sin tonos intermedios.
Llegando a las sombras, sintió las
uñas chocar contra el porcelanato. Entonces largó todo y se abocó al asunto primordial.
El alicate.
No podía ser. Tenía que estar por
allí. Empezó a dar vuelta cajas, cajones y baúles. Vació estuches y
portacosméticos. Buscó hasta en donde están los versos de los cuadros.
.
Su cuello giraba al revés que sus
pies. Y, naturalmente, trastabilló. Y mientras caía, volvió el amarillo. Su mundo
paró.
.
Contó hasta diez, veinte y más.
Esta vez todo estaba muy nublado.
Lo único claro eran unas cuantas esferas
liliáceas que flotaban, amenazantes, a su alrededor. Algunas explotaban, expandiendo
su hedor. Ese hedor que cortaba el respirar.
.
Las vio adueñarse de sus
pertenencias y de sus desechos desparramados. No podía frenarlas. Le era imposible
seguirles un ritmo que no tenían.
.
Recordar el alicate fue asombrosamente
familiar y salvador a la vez.
De un salto llegó a la repisa del
baño. Oh. Siempre estuvo allí.
.
Empezó a cortarse las uñas con las
esferas rebotándole en la nuca.
Descubrió el agujero número seis de
sus medias y el latido en el diafragma volvió.
.
Tratando de sacarse las medias,
cayó de costado. Era adecuado. Tenía que parar otra vez. Las esferas lilas
seguían ahí, rebotando en las ideas, en los miedos y en las caderas, haciéndolas
girar y girar. Y todo terminaba en un sueño demasiado sucio.
.
Stella despertaba al rato buscando
cigarros. Tabaco aliviador. Después de todo, ¿qué estaba haciendo sino vivir el
presente, como siempre todos le recomendaban?
.
Se asomó al único espejo de ese pasillo
interminable y notó varias cuestiones inconclusas. Maquillaje, pelo, medias,
uñas. Tenía que poner manos a la obra con el consabido esfuerzo. Y, como si
fuera poco, el recuerdo de sus manos ágiles la sumergía en un océano de
angustia. Estado que duraba el tiempo que una rata vive su esplendor. Luego fluctuaba
entre mundos extraños hasta que tomaba velocidad para continuar.
.
Entre temblores, se cambió las
medias, recortó sus siempre impecables uñas y se aplicó con cuidado el labial.
Ese rojo claro que la serenaba
tanto.
.
Acomodó su vestido, se calzó los altísimos
stilettos y se sintió mejor.
Gracias a ellos y a sus botas
perfectas encontró su manera de caminar en este mundo, lejos de la superficie.
.
Ya casi estaba lista. Aunque no
recordaba bien para qué.
.
Sentada en el inodoro intentó
recordar.
Sus manos frías se veían verdosas y
rodeadas de las siniestras esferas liliáceas. Trató de sacudírselas, pero
seguían ahí.
A pesar de eso, tocó sus pechos
buscando calor. No tuvo paz hasta que los sintió latir; hasta que los reconoció
enteros y suyos, capaces de alimentar a las miles de almas perdidas que se arrastraban
por su vientre plano y suave.
Brindó esa energía sin cuestionarse,
como pago a cuenta de exclusivos cursos de milagros.
.
Pero las esferas la siguieron rodeando.
Se apropiaron de sus surcos y de sus entrañas.
Y un día su corazón explotó. Y
junto con él, su cara contra la puerta de hierro.
.
A los enfermeros les costó bastante
poder ingresar, ya que el peso muerto del cuerpo cortajeado de Stella trababa
la única entrada al habitáculo.
.
Cuando lo lograron, vieron que ya
no quedaba nada entero de ella. Sus órganos estaban desangrándose sobre el
cemento gris, volviéndolo negro y viscoso. Y los pocos sectores de piel que le
quedaban tenían tajos con pelo y trozos de dientes incrustados.
.
El bello pelo de Stella.
.
Sus labios hinchados, con capas y
capas de rouge, apenas cubrían sus encías rotas.
.
Se llamaba Stella D’art. Y ahora sabe
que su paso por este mundo le dio vuelo a unas cuantas vidas complejas, que
anhelaban azules.
.
Y aunque se siente en paz con sus
dioses, su mente ingenua sigue pegada a ingenuas ansiedades, típicas de algunas
especies.
.
Sigue buscando el alicate, con acordes
amarillos.
Pero, por ahora, con sus mágicas botas
puestas.
.
.
.
CMC
4.8.14 .
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