(mi versión del magnífico cuento de Horacio Quiroga)
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Ella era hermosa y llena de sueños exquisitos. Así la conocí.
Era amada, pero con una severidad que no
entendía muy bien.
La rodeaban altas y austeras paredes, plagadas
de ecos.
Como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
El silencio de palabras la arrojó a una
depresión de la cual no podía salir.
Cada vez más débil, lloraba su espanto
callado, prisionero de su timidez.
Por las noches, cuando se acercaba,
empecé a oler la necesidad de un contacto más íntimo y profundo.
Sus carencias despertaron mi hambre de
ayudarla.
Ya inmovilizada y presa de lo que llamaban alucinaciones, fue cuando decidí actuar.
Lentamente cada noche me ocupaba de ella.
Absorbía sus penas con fervor.
Degustaba su hastío y soledad hasta la
médula, consciente del deleite de un trabajo bien hecho.
Yo podía con eso. Era mi naturaleza. Era
mi deber.
Me hacía feliz quitarle sus penas. Una a
una. Noche a noche. Hasta que lo logré. Al fin pude liberarla.
Liviana y pálida como una pluma se elevó
en el aire y con una sonrisa desapareció.
Y fue una pluma también la que delató mi
presencia y anunció mi fin.
No me importó.
Misión cumplida.
Cla9
18/12/09
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